Ulises fue el primer gran errante del Mediterráneo.
Su primer vagabundo, y, en cierto sentido, su primer apátrida.
Su regreso a un hogar del que llevaba ausente 20 años, a una Ítaca —real y mítica a la vez— en la que le esperaban un hijo desconocido y una mujer que trataba de mantener el status quo tejiendo y destejiendo una mortaja, dio pie a la obra más importante —la que marca su nacimiento— de la historia de la literatura occidental: La Odisea.
Ninguna otra ha influido más —sigue haciéndolo— en su devenir. Todos los que nos dedicamos a juntar letras —otro azaroso viaje— somos hijos, nietos, biznietos, tataranietos de Homero. Con él nacen —como elementos sistemáticos— los conceptos de trama, de acción paralela, de flashback, de confluencia final de caminos en un gran clímax; la alteración dramática del tiempo y del espacio narrativos; la anagnórisis, los distintos tipos de peripecia, los recursos estructurales, narrativos y dramáticos que hoy siguen poblando nuestras páginas.
Pero La Odisea es algo más.
Es, por un lado, la descripción de una (futura) ruta de colonización —nunca un derrotero fue tan maravilloso—, y, por otro, un retrato antropológico, social y político de una era. Pero, por encima de todo, supone algo aún más esencial: el nacimiento de un (proto)concepto, el de Occidente, ligado a un espacio geográfico concreto: el Mediterráneo.
A lo largo de su periplo de diez años —ya sea puramente un mythos, ya un logos, ya una combinación de ambos— ,Ulises visitó las costas de varios pueblos mediterráneos, desde Tracia, pasando por Grecia (isla de Citera), a Túnez, Sicilia, Cerdeña, Córcega, el estrecho de Gibraltar (la isla de Ogigia) y otros puntos de la península itálica.
De norte a sur, de oeste a este.
Desde entonces y durante siglos, este mar que encierra 17 mares ha sido un símbolo de unión, hasta el punto de conformar una identidad cultural, gastronómica, comercial, intelectual y afectiva común entre sus gentes. Todo aquel que haya crecido en algún pueblo, aldea o ciudad acariciada por sus tímidas mareas se reconoce en ellas. En sus medias lunas de arena, en sus costas de rocas bravas, en sus montes cubiertos de encinas, pinos y genista, de olivos y de vides. En su olor a tomillo y romero. En su luz única y sus atardeceres vehementes.
El Mediterráneo es, en su sentido más estricto, una patria.
No una entidad política ni religiosa —por mucho que púnicos, griegos, egipcios, romanos, cristianos, árabes y otomanos trataran de hacer de él un dominio, un imperio—, sino una identidad afectiva e intelectual. La de Homero, Sófocles, Esquilo y Eurípides; la de Píndaro; la de Ramón Llull y Cavafis; la de Camus; la de Graves; la de Rossellini; la de Vázquez Montalbán, González Ledesma, Camillieri y Markaris. La de tantos otros que la han soñado, escrito, cantado a lo largo de los siglos. Es el mar que desentrañaron fenicios y griegos y a cuyas orillas nació el alfabeto; el que besó Tiros, Biblos, Sidón, Acco, Berito, Cartago y Troya, la de los altos muros; y Constantinopla, Venecia y Alejandría. El okéano en cuyas riberas nacieron la Democracia, la Filosofía, el Arte, el Urbanismo, la Escritura moderna.
Hoy, sin embargo, sus aguas se han convertido en ponto funesto. En un mar tan negro como el Euxino. En un sudario inmenso bajo el que, junto a la tripulación del propio Ulises, yacen cientos, miles de cadáveres.
“Y se nos agregó Menelao el de rubios cabellos,
nos halló en Lesbos cuando en el largo viaje pensábamos
si avanzar por encima de Quíos la tierra rocosa,
hacia las isla de Psira y dejar a la izquierda esta última,
o avanzar hacia Quíos, pasando el ventoso Mimante”.La Odisea (Canto III, 169-173)
Quien así habla es Néstor relatándole a Telémaco el inicio de su regreso a Pilos: de Troya (Turquía) hacia el sur, a Lesbos, y desde allí, dos posibles rutas hacia el hogar: por Psira o por Quíos.
Leídos siglos después, los versos de Homero se antojan de lo más actual. Al igual que Néstor y que Menelao, que Agamenón, que el propio Odiseo, hoy, cientos de nuevos navegantes se aventuran por esa misma ruta a través del Egeo huyendo de la guerra, de la muerte, del hambre y de la miseria. De los caprichos de un dictador sanguinario. Del delirio de unos cortadores de cabezas.
Se aventuran al mar —mueren— en busca de una promesa.
Una promesa que nació hace siglos…
La de Ítaca.
La de Occidente.
Porque, más allá de ser un simple islote de 96 km2 separado de Cefalonia por un estrecho famélico, Ítaca es —era— una idea.
“Ítaca te dio el hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene otra cosa que darte”.
El gran Kavafis tenía razón.
Hoy, Ulises, Ítaca ya no tiene nada que darte.
Hoy, Ulises, en la Ítaca por los mares ceñida que tanto anhelas solo encontrarás indiferencia, crueldad y odio.
Hace tiempo que dejó de existir.
Está muerta.
Y con ella, nosotros.
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