La biblioteca de Max Ventura, de Leticia Sánchez Ruiz (2020)

Julia Tompson recibe una carta de su buen amigo Arturo. En ella le cuenta que todos aquellos que tenían algo que ver con el mundo literario de su ciudad han recibido una propuesta. Una proposición que le lanza a ella. Max Ventura, un conocido coleccionista, está buscando a alguien que ordene su biblioteca. Y da la casualidad de hay algo fundamental para saber colocar una biblioteca que es lo que a Tompson mejor se le da en el mundo: leer. Y sin casi darse cuenta, delante de sus ojos se muestra una salida a una crisis personal a la que no sabe bien cómo enfrentarse: la desaparición de su marido Alfredo.

Tompson prepara la maleta sin saber hacerlo, porque eso es algo de lo que siempre se ha encargado Alfredo. Compra un billete de autobús, tarea que también suele desempeñar su marido. Y se presenta en la casa de Max Ventura. Allí se encontrará con el jefe su gabinete, Eduardo. Y juntos iniciarán un periplo a las profundidades de la literatura.

Los libros nunca son «sólo» libros. Es como decir que es «sólo» la muerte, es «sólo» el amor o es «sólo» la guerra.

La biblioteca de Max Ventura es una de esas novelas que me atrevería a decir que enamorarán a cualquier buen lector. No solo porque esté plagada de anécdotas de escritores, o debido a que a cada paso de página hallamos reflexiones acerca del proceso creativo. Este libro es un viaje. Un viaje como lectores en busca de nuestros orígenes, de nuestras pasiones, filias y fobias.

La novela se presenta como una historia de aventuras al más puro estilo decimonónico, como podría ser Cinco semanas en globo de Verne o El corsario negro de Emilio Salgari. Pero también tiene sabor al cine de los 80, a Los Goonies, Tras el corazón verde o El secreto de la pirámide. Disfraces, pelucas, salones abarrotados de libros e iglesias repletas de objetos antiguos. La verdad es que está llena de guiños generacionales que hará las delicias de todos los que crecieron a la sombra del Un, dos, tres, La bola de cristal o de Barrio Sésamo. Pero no porque haya referencias directas a todas estas obras, películas o programas, sino porque esta historia comparte el mismo espíritu aventurero y transgresor de aquel momento.

De reojo se vio reflejada en el escaparate de una farmacia; una gabardina vieja y salpicada de agua, los cuellos subidos, un gorro de lana bajo el que asomaban cabellos grises. «Maldita sea», pensó, ahora parecía más que nunca una escritora, la pararían en cualquier librería aunque no supieran que era ella, porque en su delirio estaba convencida de que tenía ese aspecto sospechoso, no ya de quien oculta un arma, sino de quien oculta una historia, que para el caso muchas veces era lo mismo.

Toda la novela está espolvoreada de un halo de irrealidad que se estira hasta el punto justo. Julia Tompson es una escritora muy famosa y muy celosa de su intimidad. Por ello, se disfraza constantemente delante de todos los que creen saber quién es, con una peluca gris, unas gafas llamativas y ropa vieja y sucia. En cierto modo, trata de ofrecer a sus lectores la imagen que transmite a través de sus obras, dándoles aquello que cree que ellos buscan en ella. La fantasía es un elemento cotidiano dentro de la forma de ver la vida de Julia Tompson, y ese aspecto de su personalidad es lo que hace este libro tan especial.

De Tompson se esperaba que todo fuera Tompson: brillante, ocurrente, aplastante, que sus listas de la compra, las notas que dejara en la nevera o las postales que enviara, realmente no se parecieran en nada a las que escribían las personas que cogían el bus para ir a la oficina y olían a calabaza. Había que estar constantemente en alerta porque cualquier paso mal dado (un pésame desabrido, una dedicatoria inane y convencional), causaba el desencanto.

No me he resistido a robar esta foto del Facebook de Leticia Sánchez Ruiz, en una imagen que insiste que no emula a Julia Tompson, pero qué queréis que os diga: bien podría ser ella.

La biblioteca de Max Ventura es una novela arriesgada. Es una historia de cuento de hadas en pleno siglo XXI, y para adultos. Pero funciona. Y funciona no solo por el (hasta cierto punto) disparatado argumento. Lo hace por la calidad de su prosa. Cada frase, cada palabra, cada coma, cada fin de capítulo son parte de un mecanismo que se mueve al ritmo de un reloj de precisión. No es fácil encontrar a escritores que jueguen así con el lenguaje y salgan triunfantes. Pero es que Sánchez Ruiz es una orfebre del idioma.

Y si hay un elemento que sobresale por encima del resto son sus diálogos. Siempre he pensado que es lo más complicado a la hora de escribir una obra de ficción. Debido a ello, no es tan frecuente descubrir páginas y páginas de conversaciones en una novela porque no suele resultar naturales. La lengua escrita difiere (y mucho) de la hablada. Y convertir una charla distendida en un instrumento narrativo es muy difícil. Y si hablamos de acotar, la tarea se enreda aún mucho más. El brillante uso de la elipsis de Sánchez Ruiz es parte de la clave de ese éxito, dejando en boca de los personajes solo aquello que es necesario que sea pronunciado.

A pesar de que es un poco largo, no me resisto a compartir el que se ha convertido ya en uno de mis fragmentos favoritos. Comprendo que muchos abandonéis aquí la lectura de este texto, pero espero que sea para iros corriendo a una librería para comprar un ejemplar de La biblioteca de Max Ventura.

Julia Tompson nunca amó más a Alfredo que aquellos días posteriores a la novela de Madox Ford. Le quiso con esa combustión tan inmensa que precisamente por ser inmensa se sabe que acabará pronto; con esa grandeza que te da haber encontrado algo perfecto o al menos saber que en cualquier momento puedes rozarlo porque lo tienes delante y te crees invencible. El resto de años había sido esa mezcla extraña de cataratas, tazas de manzanilla, abrazos, terrores, viajes, ver pájaros que vuelan una tarde de domingo, discusiones por la guerra de Crimea o por la forma de colocar los zapatos, hábitos conocidos, en ocasiones el absoluto asombro, un compañero en el engaño, saber que jamás se volverá a estar solo, saber que en el fondo todos estamos solos y nadie nos podrá acompañar en esa parte, las peleas por el trono, el cansancio de la batalla, las celebraciones de la coronación, defectos que se empiezan a amar pero que con el tiempo se vuelven de nuevo imperdonables, catástrofes, rutinas, termómetros usados, copas de ron en la medianoche, besos encendidos, caricias que lamentablemente no aportan nada, un abrazo salvador en una tragedia, vasos de agua en la mesita, el olor acre del sexo que se condensa en una habitación cerrada, periódicos compartidos en una cafetería, toda la locura, toda la calma, juegos de oca que nunca acaban, estar comiendo un plato de carne asada y creer por un momento que ya no sabes nada de la persona que te pide la sal y ella ya no sabe nada de ti y ni siquiera reconoces la cocina en la que os habéis encerrado, la certeza total de que te encuentras replicado en el otro, querer recordar una pesadilla para recordar también la voz tranquilizadora que te ha sacado de ese mal sueño, el enésimo rescate de ti mismo, el idealismo más absoluto, la más cínica honestidad. Y de todo esto qué queda. El compañerismo, la confianza, la complicidad, la alegría de compartirlo todo y reírse y divertirse y así hasta…